Hacía allí un calor asfixiante. El conductor tenía un puro apagado en la boca, y el aire estancado –con un apestoso aroma, ¿caribeño?– resultaba irrespirable. La radio vociferaba en el salpicadero. Por desagradable que fuera, aquella era una pequeña burbuja de vida en una noche que iba a resultar glacial.Pedro Zarraluki. La historia del silencio (1994). Página 137. Editorial: Anagrama. Barcelona, 1995.