y el cuchicheo seguía, o al menos eso me parecía a mí, pero no salía de ninguna parte, sonaba más fuerte o más bajito, frente a mí o a los lados o arriba o a mis espaldas sin que nada se moviera, y me di cuenta de que eran susurros que estaban sueltos y volando como pitijopos cuando hay levante.Eduardo Mendicutti. El palomo cojo. Editorial: Tusquets. 1991.